“¡Corre! ¡Corre!”–dijo Dios a los hombres-.
Y éstos preguntaron: “¿Por qué?”.
Dios contestó: “Es un Misterio. No te lo puedo decir”.
“¡Corre! ¡Corre!” –dijo Dios a los hombres-.
“¿Por qué?”.
Y Dios contestó: “Tú no lo sabes, pero Yo sí lo sé.”
“¡Corre! ¡Corre!”–dijo Dios a los hombres- “Tú no lo sabes, pero Yo sí lo sé”.
Y nadie preguntó. Y la humanidad se quedó.
A veces –¿sólo “a veces”?- uno no sabe, pero… ¡se sabe! Uno no sabe por qué, pero alguien sí lo sabe. Debería ser un hábito el reconocer… el no saber el porqué de ¡tantas! –de ¡tantas!- situaciones o fenómenos. Pero, cuando se trata de la relación del hombre con Lo Divino, así como entre lo humano se es capaz de reconocer que “yo no lo sé, pero alguien lo sabe”, en el caso de amplificar nuestra consciencia en cuanto a las señales y los signos que nos indican, a través de la oración, hacia dónde, cómo y de qué manera, preguntamos “por qué”.
Nos dicen que “es Misterio”, y es respuesta insuficiente. Nos dicen que “¡Bueno!, no lo sabremos, pero Lo que nos lleva sí’, y… ¡tampoco!
La conclusión es que es preferible asumir la ignorancia ante los propios de la especie, y mantener la soberbia ante la Creación.
¿Se le puede exigir más a la Creación, a propósito del lugar donde nos han situado –véase “planeta”-? ¿Se le puede exigir más al reino vegetal? ¿Se le puede exigir más al reino mineral, o al reino animal? ¿Se le puede exigir más, a las condiciones que han propiciado el albergue de la vida? ¿Se le puede exigir ¡más!... a un océano, o a un río caudaloso?
Es decir que, al Amor que derrocha la Creación, ¡nada específico!... se le puede exigir. Si a ese Amor nada se le puede exigir, y tratamos de reflejarnos en esa medida, ¿cómo es que los amantes se exigen cumplimientos, órdenes, posesiones, dueños, rabias, desesperos, ¡enfados, llantos, iras!, y a todo eso se le llama… “amor”?
¿Será… será más bien que, cuando al amante se siente como tal, ya está pleno y nada exige…? Porque la exigencia lleva consigo el reclamo, el manejo, la manipulación, el control, el querer y la posesión.
Todo y todos nos sirven en el vivir. Y, sin ese servicio, no podría configurarse nuestra vida.
¿¡A quién!... sirve el hombre? ¿La humanidad? ¿A sí mismo? No tiene sentido, puesto que se agota. Luego su verdadero servicio está en el servicio a la Divinidad, a la Creación, interpretando sus versiones, visiones, sugerencias, revelaciones… Quedarse en el servicio a sí mismo, ¡no solamente es un egoísmo!, sino que es también un negarse a contemplar las evidencias.
Estate pendiente de tu deber, antes de estar pendiente del fallo de los deberes ajenos; no vaya a ser que descuides tu posición y, cuando recrimines a otro, no tengas nada que ofrecer de tu parte.
El que aguarda y se reserva para esperar la posición ventajosa en la que nada arriesga, no aventura y no muestra; debería permanecer callado, y no ser el ejecutor, el condenador, el de la última respuesta.
En la medida en que cada uno se muestra, y lo hace con ¡su propia referencia! –no en base al error ajeno; no apoyándose en otras malas experiencias, para mostrar las bondades propias-, en esa medida –en que no nos valemos del error ajeno, sino que tratamos de mostrar las virtudes propias-, con ello –sin aprovechar los fallos de otros-, favoreceremos que, el cuidado de las precipitaciones y la necesaria virtud de promover las bondades, se ejercite como una necesidad; se practique como un… ¡deber!
Las "almas en femenino” son el decoro de la especie. Las "almas en masculino” son la revuelta de la importancia. Y así, la revuelta importante busca el dominio sobre el decoro. Y el decoro, por su propia naturaleza, mantiene la posición ‘no violenta’.
Si el revuelo importante se hace ‘revolución de ánimo’, esta posición animada revolucionaria contemplaría el decoro con admiración. Y, en esa medida, el disfrute mutuo sería la señal habitual de nuestra especie, de nuestro “estar”; sería la verdadera contribución a ser “servidores de la Creación”.
Sentirse “ruina en crítica permanente”, no mejora la condición personal, ni tampoco nuestra versión hacia los demás. Si –más bien- nos preocupamos de mostrar el mínimo hacer… minucioso, atento, cuidadoso, ¡pulcro!, acrecentamos a los demás en sus opciones virtuosas y, con ello, todos nos empeñamos en esa… instintualidad hacia lo santificante, ¡hacia lo trascendente!, sin que nos parezca algo exagerado, desorbitado, ¡imposible!... Así, podremos soltar esas amarras a las que la tragedia nos sujeta con “todo lo malo que puede venir”, “todo lo malo que va a suceder” –y ahí no cabe “algo bueno que pueda venir”-.
Repasa… ¡repasa tus reclamos!, tus resistencias, tus rebeldías. Repásalos, no vaya a ser que estén vigentes, y sólo sirvan para obstaculizar… ¡tus pasos, y los de otros, todos los días!
La autoagresión continuada y la autoevaluación deteriorada terminan despertando lástima. Y al darse cuenta –el lastimero- de que eso ocurre, ¡aún se agrede más! Y con ello, sólo obtiene el abandono. ¿Qué puede esperar?
Más bien, ¿no será preciso que descubra sus recursos, y que los ponga sobre aviso para que se alerten y ¡funcionen!, se activen y realicen? Y no la sistemática depleción de cualquier situación que, además de rodearse de lástima, se rodea de un mar de desespero.
Y lo nuestro, como especie, es “esperar en la esperanza” y perseverar en ella, porque, a través de la fe, vemos cómo nos acrecentamos, cómo nos renovamos, cómo –en definitiva- ¡la vida nos moldea y nos da!, de manera… ¡tan exuberante!, que cualquiera que se ponga a observar descubrirá que… ni en el momento más hambriento podría asimilar el consumir… ¡todo lo que se nos da!